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Los niños del Titanic por Hoenir Sarthou/INDISCIPLINA PARTIDARIA

 


 
 

Los niños del Titanic por Hoenir Sarthou

Los niños del Titanic por Hoenir Sarthou

Mientras escribo, hoy, martes 23, no se sabe todavía (la decisión está anunciada para mañana, miércoles) si el Ministerio de Salud Pública dispondrá la vacunación contra Covid19 de los niños de cinco a once años.

No se sabe pero se sospecha, porque no en vano la idea de vacunar a los niños se ha venido insinuando desde el gobierno, y no en vano la Directiva de la Sociedad Uruguaya de Pediatría, contra la opinión de su propia Comisión técnica, especializada en el tema, se lanzó a recomendar la vacunación.

Este tema se puede abordar desde muchos ángulos. Es inevitable notar, por ejemplo, el absurdo de aplicar un tratamiento de contenido y efectos desconocidos a un sector de la población como el de los niños, que no se ve seriamente afectado por la enfermedad. Sobre todo porque ese tratamiento produce efectos adversos, en ocasiones mortales, con una frecuencia y gravedad nunca vistas con ninguna otra vacuna.

Sin embargo, tal vez por deformación profesional, mi abordaje se basará en la muy particular condición jurídica de los niños y en las correlativas obligaciones y responsabilidades de los padres.

Desde el punto de vista jurídico, los niños son sujetos de derecho, es decir personas con derechos y obligaciones, con la particularidad de que tienen limitada la capacidad de ejercicio de algunos de sus derechos. La razón es obvia: un niño de entre cinco y once años, en general, no puede mantenerse por sí mismo y tampoco puede cuidarse solo. De regla, no sabe si ciertos lugares, personas o sustancias son convenientes o peligrosas para él. Por eso no puede ni debe esperarse que tome decisiones en temas complejos, como su salud, su educación, la administración de bienes familiares o el voto político. Por esa misma razón, no puede firmar contratos, ni endeudarse, y no se lo juzga como adulto si llega a cometer un delito.

Esa situación, de no poder ejercer ciertos derechos, que los niños comparten con los adultos que por enfermedad no pueden ser responsables de sus actos, se llama “incapacidad jurídica”. Alguna gente cree que el término “incapacidad” es casi un insulto. Pero es todo lo contrario. La incapacidad de los menores de edad,y de los adultos declarados incapaces, es una institución creada para la protección de los niños y de los adultos incapacitados.

La consecuencia más importante de la incapacidad jurídica es que otra persona, adulta y en goce de sus facultades mentales, es considerada legalmente responsable de lo que haga o le ocurra al incapaz. En el caso de los niños, normalmente, esa responsabilidad les corresponde a los padres, que, por la “patria potestad”, están obligados a mantener, cuidar y educar al niño, así como a decidir por él en todo aquello que no pueda resolver por sí mismo.

Complementariamente, la patria potestad conlleva un elenco de obligaciones y prohibiciones que se imponen a los padres para la protección del niño. Quizá una de las más importantes sea que todo acto del padre o madre en relación con el niño debe tener como finalidad el “interés superior del niño”, o “del menor”. Esa expresión,  tan frecuente en todas las normas jurídicas relativas a la infancia, desde la Convención de Derechos del Niño hasta nuestro Código de la Niñez y la Adolescencia, define cuál debe ser el Norte de la acción de los padres y de las instituciones públicas en relación con los niños:  el beneficio y bienestar del niño. En otras palabras, está prohibido que padre o madre usen o comprometan al niño, ya sea caprichosamente o en beneficio propio o ajeno.

Todo este rodeo jurídico es para dejar claro que, en asuntos complejos e importantes para el niño, quienes deben decidir son los padres, pero esa decisión no puede ser caprichosa ni mucho menos interesada. Todo padre y toda madre deben estar en condiciones de demostrar que sus decisiones respecto a sus hijos son tomadas teniendo como único eje el bienestar actual y futuro del niño.

Es cierto que existe una fuerte corriente doctrinaria y normativa que apunta a la autonomía progresiva de los menores de edad, acuñando incluso el concepto de “menor maduro”, pero en ningún caso esa corriente piensa en la autonomía de niños de cinco años para decidir sobre tratamientos médicos. Todo tratamiento médico, salvo circunstancias de absoluta emergencia para el paciente, requiere el consentimiento informado previsto por el artículo 11 de la Ley 18.335, que, en el caso de los niños, debe ser dado por los padres.

De modo que, si el Ministerio habilita mañana la vacunación de niños de entre cinco y once años, los padres y responsables de niños en el Uruguay enfrentarán una decisión de hondas implicancias afectivas,  pero también morales y jurídicas: ¿vacunarán a sus hijos, o no lo harán?

Reitero: esa decisión debería  tomarse teniendo como eje esencial el  “interés superior del niño”, es decir el bienestar del propio niño. Argumentos como “cuidar a los abuelos”, o “evitar los contagios”, o “nos cuidamos entre todos”, no corren en este asunto. Si se va a inyectar una sustancia en el cuerpo de un niño, hay que estar absolutamente seguro de tres cosas: 1) que esa sustancia es segura y no provoca daños a la salud actual o futura del niño; 2) que el niño necesita realmente esa inyección para protegerse de un mal mayor que lo amenaza (a él, no a sus padres, abuelos o vecinos); 3) por tratarse de un niño, es imprescindible que los padres estén en condiciones de otorgar el consentimiento informado que requiere el artículo 11 de la ley 18.335, es decir que sepan exactamente qué sustancias se inyectan al niño, cuáles son sus efectos positivos y cuáles los riesgos.

Si no se cumplen esos tres requisitos, el padre o madre que haga vacunar a sus hijos estará cometiendo un acto de tremenda irresponsabilidad.

Como es notorio, la prédica oficial sobre la conveniencia de vacunar a los niños está centrada en la prevención del contagio, sobre todo para protección de los ancianos y personas vulnerables. Dado que los niños no sufren efectos graves de la infección, el argumento es que deben ser vacunados para prevenir el riesgo de que contagien a adultos vulnerables, aunque tampoco hay datos que avalen que sean un factor de contagio relevante.

Lo cierto es que la vacunación infantil no tiene por fin principal a los propios niños, sino el supuesto beneficio de los adultos que podrían ser contagiados. Como, además, estas vacunas en particular conllevan riesgos, ya detectados en todo el mundo (trombos, miocarditis, etc.), no queda más remedio que preguntarse dónde quedó el “interés superior” de los niños en este asunto.

La atención médica, en nuestro país, está regida por un principio esencial: todo tratamiento tiene que tener por fin el beneficio del propio paciente y jamás el de terceras personas. La experimentación en materia sanitaria está regida por reglas que exigen el pleno conocimiento y aceptación del paciente, y excluyen a los niños.

Si se somete a los niños a un tratamiento riesgoso, con un medicamento que no cursó las etapas de aprobación requeridas, que ha causado ya muchos efectos adversos y cuyos resultados finales son desconocidos, para prevenir una enfermedad que no los afecta o no lo hace gravemente, con el supuesto fin de beneficiar a personas adultas, parece obvio que se está supeditando el interés de los niños al hipotético interés de algunos adultos y se están incumpliendo las normas fundamentales de la actividad médica.

Voy a poner un ejemplo gráfico. Supongamos que un miembro de cierta familia necesitara un transplante de riñón. Y supongamos que un niño de la misma familia resultara ser compatible para el transplante. Ese transplante no se puede hacer. No pueden autorizarlo válidamente los padres del niño y no puede practicarlo ningún médico. Los padres, porque estarían imponiéndole al niño un daño en beneficio ajeno. Y el médico no puede hacerlo sin el consentimiento válido de los padres. No es muy distinto a lo que se está proponiendo con las vacunas, en que se arriesga a los niños para supuesto beneficio de adultos.

Ya sé, me dirán que la pérdida de un riñón es un daño seguro, en tanto que el riesgo de las vacunas es sólo una suposición mía. Pero no es una suposición mía, sino del gobierno uruguayo y de los propios laboratorios, que, después de firmar contratos secretos entre ellos, les han exigido a todos los vacunados firmar la renuncia a demandarlos  internacionalmente. Si el gobierno y los laboratorios no confían en el medicamento que suministran, ¿cómo podría uno aplicárselo tranquilamente a sus hijos?

Hay algo monstruoso en esa lógica de arriesgar a los niños para la supuesta protección de adultos. Sólo en las guerras, de por sí monstruosas, las sociedades adultas envían a sus jóvenes a morir por ellas. Pero no hay registro de sociedades que arriesguen o sacrifiquen a sus niños en favor de los adultos. Basta pensar en eso para saber que algo está muy mal en este asunto.

No quiero saber qué habría sido de los niños del Titanic si la OMS, la industria farmacéutica y nuestro MSP hubiesen capitaneado el barco. Los imagino apilados en la cubierta, esperando ahogarse, mientras que un montón de ancianos cobardes se apoderaba de los botes salvavidas.

Por suerte, en este caso, la última palabra la tenemos los padres. Piénsenlo muy bien antes de dejar inocular a sus hijos con un producto del que nadie se hace plenamente responsable.

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