Los zapatos del presidente Por Hoenir Sarthou
Si hubiese que elegir “el signo de los tiempos” del período histórico transcurrido desde fines del siglo pasado hasta el presente, pocos dudaríamos en señalar al desarrollo tecnológico como el más significativo.
De lo que tal vez no somos totalmente conscientes es de la forma en que la acumulación de posibilidades tecnológicas está modificando nuestras vidas, no sólo en cosas obvias, como la comunicaciòn y la vida doméstica, sino en áreas aparentemente menos tecnologizadas, como la economía, la política, las ideas, las creencias y las formas de interrelación personal.
No es aventurado decir que ciertos cambios son ya inevitables. Es decir, lo eran antes de la pandemia y lo serán como mayor razón a partir de ella. Al grado que algunos de ellos están ocurriendo ante nuestros ojos.
Es evidente, por ejemplo, que la tecnología está determinando una gran pérdida de incidencia del trabajo humano en la producción y en la economía. Los efectos sociales, polìticos y culturales de ese fenómeno, en uno o en otro sentido, son incalculables. Basta pensar que el salario ha sido desde hace siglos la principal forma de redistribución de la riqueza. Y que el poder de negociación de la población asalariada, tanto a nivel individual como a través de sindicatos u organizaciones políticas, ha dependido siempre de que su trabajo fuera un recurso indispensable para la producción y la economía.
Un mundo en que el trabajo humano sea mucho menos necesario nos plantea una disyuntiva insólita. Por un lado, posibilitaría una sociedad más equitativa y humana, en la que el problema fuera cómo educarnos para usar el tiempo libre en forma sana y creativa. Por otro, abre las puertas a la más que probable hipótesis de una sociedad de miseria y exclusión sin precedentes. Todo dependerá de cómo se gestionen las nuevas posibilidades tecnológicas y de quién y para qué las capitalice.
Otro rasgo evidente es que las casi ilimitadas posibilidades de comunicación habilitarían un mundo de conocimiento, información y participaciòn polìtica gratuitas y universales, así como la otra posibilidad, la de reducción de la privacidad y el aumento del control social, que podrá alcanzar aspectos tan esenciales como la enseñanza, la atenciòn de la salud, el manejo del dinero, la censura del pensamiento y hasta de las relaciones interpersonales. Una vez más, la forma en que se gestionen esas posiblidades será determinante.
Lamentablemente, no todos los recursos necesarios para la vida son tan inagotables como las posibilidades tecnológicas. El agua, la tierra, la energía, ciertos minerales, la comida, no son inagotables. La tecnología podrá aumentar su disponibilidad y producción, pero siguen siendo recursos limitados.
Soy de los que creen que que es posible leer lo que estamos viviendo como pandemia como parte de una guerra polìtica, no declarada, por el control de recursos escasos y por el uso de la tecnología para asegurar ese control.
Cada vez es más claro que la pandemia, bajo el rótulo de “nueva normalidad”, trae implìcito un proyecto político global que, en caso de imponerse, determinaría la reorganización del mundo en forma muy distinta a la que conocíamos.
Mucha gente no está convencida de eso. Cree que simplemente atravesamos una crisis sanitaria, tras la cual todo volverá a la “vieja normalidad”. Sin embargo, esa visión confiada pierde peso día a día. No necesariamente porque todos los que dejan de confiar en ella asuman que nos encontramos ante un proyecto deliberado, sino porque resulta obvio ya que muchos de los cambios producidos en nuestras vidas difìcilmente tengan una total vuelta atrás.
Los rasgos polìticos del modelo social post pandémico global no son todavía totalmente previsibles, pero algunos ya se vislumbran a través de la opaca piel del presente.
Ya es perceptible el creciente desarrollo de instancias de poder supranacionales (como la OMS y los organismos internacionales de crédito), cuyo fundamento no se basa en instancias de decisión democrática, sino en un fuerte núcleo de poder fáctico, legitimado por una delgada capa de argumentación tecnocrática. De alguna manera, estamos pasando del “Haremos esto porque es lo que la mayoría de ustedes quiere”, al “Haremos esto porque nosotros sabemos científicamente que es lo más conveniente para ustedes”.
El otro rasgo evidente, indispensable para instrumentar esas formas no democráticas de organización del poder, es la limitación de libertades y el uso de la tecnología para acentuar el control social.
Todo lo dicho es la consecuencia inevitable de que el proyecto polìtico que alienta tras la pandemia implica una concentración inaudita de poder y riqueza por parte de una élite económica, que juega su propio ajedrez con los equilibrios y desequilibrios de poder entre las potencias mundiales. La más reciente apuesta de esa élite ha sido China, pero nada es permantente y seguro, salvo su inagotable deseo de poder, control y riqueza.
Como resultado de la pandemia y de la estrategia que la impulsa, los gobiernos de casi todos los países están parados en un solo pie y sobre un jabón hùmedo.
Presionados para imponer encierros, han destruido sus economías. Faltos de recursos, han pedido nuevos préstamos a instituciones financieras controladas por la misma élite que impulsó la pandemia. Para hacer esas cosas, debieron recortar las libertades de sus sociedades. Y finalmente debieron comprar y aplicar unas vacunas que les fueron vendidas como la única esperanza, y que, para variar, son producidas por connotados integrantes de la misma élite económica global.
Ahora, a varios meses de empezar a vacunar, la realidad indica que, en el mejor de los casos, las vacunas son inútiles. Y, en el peor, favorecen los contagios y causan otros daños fìsicos, incluida la muerte.
De modo que los gobernantes de la mayor parte de los países hipotecaron sus prestigios políticos para imponer la pandemia y tratarla con las vacunas, y ahora se encuentran sin solución y al borde del escándalo por el fracaso de la que presentaron como “gran esperanza de la ciencia”.
La mayoría de los gobiernos están al borde de un papelón histórico y se enfrentan a una disyuntiva: o asumen la verdad y empiezan a bajarse de las medidas pandémicas para que sus pueblos recuperen la vida, o acrecientan la represión para mantener indefinidamente un esquema pandémico para el que no hay ya justificación ni solución.
Ninguna de las alternativas es fácil ni exenta de consecuencias para el gobernante y para la sociedad.
Ya está a la vista la decisión que tomó Alberto Fernández en la Argentina.
¿Qué hará el gobierno uruguayo?
No me gustaría estar en los zapatos del Presidente. Pero todo indica que deberá ponérselos y caminar en alguna de las dos direcciones.
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