Libertad de expresión: ¿Nuevas reglas? por Hoenir Sarthou
Durante una breve exposición sobre la libertad de expresión, que me tocó hacer unos días atrás, me habría gustado desarrollar un asunto que apenas pude enunciar.
Toda nuestra tradición y nuestro andamiaje jurídico relativos a la libertad, y en particular a la libertad de expresión, están pensados para prevenir dos peligros: el autoritarismo religioso y el político. Esos fueron, históricamente, los dos grandes obstáculos que encontró para su desarrolló nuestra idea de libertad. Si uno se fija en nuestra Constitución, y en buena parte de las constituciones occidentales, la laicización, la separación del Estado y el poder religioso, así como los límites a la autoridad de los gobernantes, son el espíritu, la música de fondo de gran parte del articulado. Porque esas eran las fuerzas que amenazaban realmente a la libertad individual, y muy especialmente a la libre expresión del pensamiento.
Sin embargo, hoy esas garantías son tan eficaces como una lanza en una guerra nuclear.
La libertad en general, y en particular la libertad de pensamiento y de expresión, se encuentran hoy amenazadas por fuerzas que eran prácticamente desconocidas cuando la Ilustración trazó los criterios para garantizarlas. El riesgo más frecuente no es ya el juicio por herejía, ni la requisa de diarios o el encarcelamiento de opositores, que han sido sustituidos por formas más sutiles e incluso más terribles de censura y restricción.
Para empezar, nuevos actores amenazan tomar en sus manos el control de las ideas y de la comunicación. Las corporaciones transnacionales ya no se limitan a ejercer influencia sobre los gobernantes para imponer sus intereses. Los imponen en formas infinitamente más variadas y eficaces.
Al viejo y primitivo tráfico de influencias sobre los gobernantes se le ha sumado el peso de los organismos internacionales, convertidos en polea de transmisión de los intereses económicos transnacionales, el desarrollo de un saber académico condicionado por la financiación que administran las fundaciones, una prensa formal concentrada en pocas manos y dependiente de las pautas de publicidad, un difundido conjunto de creencias, sentimientos y valores “políticamente correctos”, desarrollados con apoyo económico, político, académico y mediático, y finalmente unas redes sociales virtuales que son, a la vez, instrumento de publicidad, campo de manipulación informativa, incluida la subliminal, medio de control y de censura, y picota pública en la que se lincha a los rebeldes sin que el poder se ensucie mucho las manos.
En síntesis, el dinero, el poder económico actuando por sí y ante sí, opera hoy como la principal amenaza para el pensamiento crítico y la libertad de expresión. Los intereses financieros y los proyectos de inversión, que desarrollan sus planes con muchos años de anticipación al momento de ejecutarlos, tienen la posibilidad y los medios para acondicionar la realidad social y cultural del lugar en que van a invertir, de manera de no encontrar obstáculos cuando llegue el momento de concretar los negocios.
Pero incluso lo que estoy describiendo parece quedar chico y perimido ante lo que estamos viviendo este año.
Ya no nos encontramos ante un consorcio financiero o una empresa transnacional que acondiciona un territorio y una población determinados para hacer cierta inversión. Hoy, pandemia mediante, vivimos el acondicionamiento global del mundo para un proyecto que todavía no alcanzamos a vislumbrar en su total alcance.
¿Qué posibilidades reales tienen la libertad de pensamiento y de expresión ante fenómenos como las políticas pandémicas, que involucran al mundo y a su población en todos los aspectos, económicos, políticos, sanitarios, psicológicos, emocionales, sociales, académicos y mediáticos? ¿Qué chance hay de cuestionar esa realidad, cuando incluso las redes sociales son parte del proyecto y abruman con publicidad pandémica, al tiempo que censuran los cuestionamientos que logran cierta incidencia pública?
Sin embargo, lo que parece un proyecto de control inexpugnable, tiene limitaciones que, curiosamente, surgen de ciertas bases del propio sistema.
Es cierto que Youtube, Facebook, Twitter, Google, Instagram, etc., son parte del programa pandémico. Han amasado fortunas con el confinamiento y la reducción de contactos presenciales. Y esperan ganar mucho con la venta de mecanismos de control sanitario y vital de la población. Sin embargo, son presos de su propia naturaleza. Para existir y enriquecerse necesitan mantener captados a sus usuarios. Eso significa que la censura no puede ser total. Es posible eliminar un video aquí, o un artículo periodístico allá, pero no pueden prescindir por completo de contenidos díscolos, porque muchos de sus usuarios los abandonarían y buscarían otras redes. Como prueba, basta recordar que, a Facebook, la red social más numerosa del mundo, han tenido que imponerle una más estricta aplicación de la censura
Es así que una todavía débil pero creciente ola mundial de descreimiento y de reacción contra las políticas pandémicas ha tenido en buena medida origen en las redes sociales y se comunica, informa y convoca mediante ellas.
¿Cuál es el destino de esa ola de descreimiento? ¿Logrará socavar las políticas pandémicas impulsadas por la OMS, aprovechando la inconsistencia de sus datos y argumentos y su cada vez más evidente contradicción con los efectos reales del coronavirus?
Es pronto todavía para decirlo. Pero es muy probable que, en caso de que el proyecto pandémico-vacunacional fracase, haya que reenfocar a la libertad de información y de expresión como fenómenos que no pueden quedar librados al poder económico y a media docena de gigantes de la telecomunicación que controlan una internet sin dueño.
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